jueves, agosto 11, 2005

Relato Encadenado - Capítulo 4

El camarero, antes de largarse como un rayo atendiendo a los gritos del cocinero, le entrega a Martin la carta. Martin la coge y observa con detenimiento la fotografía de cada suculento plato, le encanta la pasta italiana y tiene hambre, el desayuno había sido escaso debido a los nervios de la noche anterior; un café sólo no llena el estómago, y hablar con Sara le había abierto el apetito, el de comer y el sexual.

Sara, cuántas noches revolcándonos entre las sabanas… cuántas veces enganchados en los concurridos probadores de los grandes almacenes, en sórdidos lavabos públicos, cuantas veces en desiertas porterías y rellanos de escaleras…

Salir a pasear con Sara exigía llevar siempre calzoncillos largos y el miembro bien saneado. Debía reconocerlo, lo de él y Sara no era amor, era sexo y del bueno. Se complementaban.

Vuelvo a recordar. Sara embestida por detrás, sudorosa y empotrada contra el cabecero de la cama, gritando y pidiendo más. Yo, bombeando extasiado mientras con un brazo aprieto una de sus nalgas y con el otro la agarro del hombro. Sara, le encantaba el sexo y siempre quería poner en práctica toda novedosa escena pornográfica de cada película X que devorábamos juntos.

Sara sabía que a Martin le encantaba la carne fresca, y ella siempre se mostraba como un manjar exquisito. Además, Martin nunca había conocido a una chica que salivara tanto en las felaciones, haciéndolas extremadamente placenteras. Sara y Martin estaban hechos el uno para el otro, sí, era maravilloso pero no perfecto, el amor no existía. Y ese fue el motivo por el que acabaron siendo amigos. Solo el simple hecho de pensar que dentro de unas horas volvería a verla, había hecho que los calzoncillos le apretaran de una manera preocupante. Odiaba el desagradable dolor de testículos y Sara era la medicina impecable que necesitaba. Después de todo Martin era un tipo perseguido, alguien que siempre está de paso, así que Sara era la mejor mujer de todas las mujeres que habitaban la ciudad. Si tenía que compartir fluidos corporales con alguien, ese alguien sería Sara, la vampiresa del sexo.

Vuelve el camarero, un tipo alto y delgado, vestido con camisa blanca, pantalones negros de pinza, un ajustado delantal rojo y con cara de haberse equivocado de trabajo.

- ¿qué le pongo?
- De primero unos Tallarines a la Parchitana, de segundo Filete a la Boloñesa, de beber una botella de litro y medio de agua mineral, no quiero postre y sí un café sólo -Le suelta Martin de carrerilla después de haber aprendido de memoria la carta.
- Muy bien, oído y apuntado -le responde el camarero, sorprendido y con cara de haberse acostado bebiendo whisky la noche anterior.

Último sorbo y se acaba el café, paga la cuenta que el camarero le acercó al servirle el café, y se dirige a la calle lleno de energías. Son apenas las cuatro de la tarde y el tumulto de la mañana se ha transformado en urbanita soledad. A esas horas la mayoría de comercios están cerrados cumpliendo con su jornada laboral partida, los rayos de luz pierden intensidad, y los pocos bares que se reparten a lo largo de la calle son frecuentados por los carajilleros; aquellos a los que les gusta embriagarse bien después de comer, mezclando el café con un poco de licor para más tarde, cuando el café se acaba, ingerir el licor a palo seco, en el mismo vaso del café.

Martin tiene asuntos importantes que tratar, el primero es pegarse una buena caminata para hacer bien la digestión, y antes de ver a Sara, quiere reunirse con alguien para hablar de negocios. Pero hoy quiere hacerlo bien, no quiere volver a despertarse con un hilillo de sangre colgando de la nariz, no quiere volver a repetir los mismos errores.


Continua en Cecilidades.


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