Crecí con lo justo y poco más, y me mantengo a estirones siempre apoyado por el frágil techo de los rutinarios esfuerzos de mis incrédulos progenitores, y la sombra alargada de herencias nulas y planchadas por esfuerzos propios. Ellos no saben de música, no saben de cine, de comics, no saben de juventud, aunque lo viven desde afuera, no pueden entender el presente. Es imposible entender algo de lo que jamás formaste parte. Dicen que el que algo quiere algo le cuesta, pero nunca admiten lo que realmente cuesta, a ellos no les costó tanto, al menos de manera proporcional; muchas horas pero nunca tan exprimidas como ahora, el presente es algo más que competitivo, más de lo que los viejos puedan lograr recordar. Son tiempos difíciles. El esfuerzo personal se convierte en el drenaje de la recompensa inmediata en un mundo donde tú eres sólo tú. Tu esfuerzo físico se convierte en el bien más preciado donde nada vale lo que vale, nada vale lo que te dicen que vale. Los encorbataos me prometen que si firmo ahora, disfrutaré de algo antes de morir, y a esos mismos encorbataos que sin esfuerzo prometen, se les olvida decir que lo más probable es que jamás acabaré de disfrutar algo que firme ahora. Los alquileres son parches, los contratos de trabajo temporal son parches, los placeres inmediatos son parches, la felicidad hueca es un parche. Hasta los cojones de parches. Siempre acabo llegando a lo de siempre; todo es hereditario, la mayor de las fortunas y la peor enfermedad. El cada día se convierte en un eterno déjá vu. No existe escape racional cuando uno es más que razonable. Soy tan soñador y racional como cualquiera, soy tan válido como cualquiera, pero con el paso de los años he sido contagiado por esa maldita enfermedad de no creer en nada. Espero que nunca llegue el día en el que sea como ellos; en el que además de no creer en nada, no sienta nada.
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